sábado, 18 de noviembre de 2017

ESCUCHEMOS PUES AL SILENCIO. (PRINCIPIO BÁSICO PARA FILOSOFAR CON COHERENCIA)

“Justo cuando está a punto de amanecer, es cuando la noche nos brinda su momento de mayor oscuridad”.

Tal vez por ello, la época que nos ha tocado vivir habrá de ser tenida, cuando menos, por fascinante.

Abrumados ante la imposibilidad de abarcar el presente, sobrecogidos ante la responsabilidad que en definitiva se esconde tras nuestra capacidad para esperar algo del futuro; no es sino la esperanza en nosotros mismos, primero como individuos, luego como especie, lo único que nos ayuda a salvar el trago.
No es sino la certeza paradójica de saber qué somos, lo que se convierte en el estímulo más poderoso puesto que de ese conocimiento, de esa noción más en concreto, de lo que se desprende el único compromiso con el que el Hombre parece inexorablemente ligado a saber: Perseverar en la labor de seguir sabiendo, de seguir conociendo para, en definitiva, ser capaz mañana de “seguir siendo”.

Si no se trata con el debido cuidado (con el debido respeto diría yo), la afirmación que acabamos de desplegar no sólo amenaza con resultar ininteligible, sino que más bien puede tornarse en una senda sin señalización, capaz de hacer que todo el que transite por ella sin cuidado (sin el debido respeto insisto), esté condenado a confundir el leal tránsito con el que bien podríamos identificar lo propio de una buena vida, con el deambular inicuo y carente de substancia llamado por desgracia a conformar el periplo al que muchos están condenados cuando confunden vivir con deambular.

Porque vivir, al menos cuando se hace conforme a los cánones de corrección que se imponen cuando se hace como Hombre, requiere de una serie de consideraciones al frente de las cuales está la de ser capaces de tomar conciencia de uno mismo.
Para todos aquellos que al menos una vez en la vida (yo lo hago varias veces al día por cierto), se han preguntado por la substancia llamada a decirnos qué somos (aquella cuya noción nos permite cuando menos diferenciarnos de cuanto nos rodea); podríamos decirles que tal y como ocurre con muchas de las consideraciones que hacen referencia al Hombre en tanto que tal, la respuesta no es en sí lo verdaderamente valioso en tanto que es en la existencia de la propia pregunta donde se esconde el argumento categórico ya que: ¿No es sino de la posibilidad de diferenciarnos de cuanto nos rodea de donde podemos extraer de forma ineludible la certeza de que, efectivamente, somos algo?

Somos algo. Efectivamente, algo propio, único, inigualable y por ende, algo único.

Saber que somos, ser conscientes de nosotros mismos, es lo que nos faculta para diferenciarnos de cuanto nos rodea (lo que se traduce en la maravillosa capacidad de apoderarnos del espacio). Pero no contentos con eso, la noción de aquí, nos conduce inevitablemente hasta el ser ahora.

Descubierto el tiempo, el Hombre puede ya no sólo campar por sus respetos, sino que arguyendo el derecho que la consciencia le ha regalado, se lanza a la inexorable labor de proyectarse. Tenemos entonces el primer caso de viaje en el tiempo, pues no es sino el instante en el que el primer hombre abandona la prisión en la que amenaza convertirse el presente para aventurarse en los confines del futuro, cuando el contexto formado a partir de consciencia de tiempo y espacio aporta el que definitivamente está llamado a ser el laboratorio en el que el Hombre ha de llevar a cabo este gran experimento el que se ha convertido en definitiva vivir.

Vive el Hombre y se emociona en el presente, y por mera deducción convierte la comprensión del instante previo en la certeza de una noción mucho más compleja, la que procede de dotar a lo que era una mera contingencia (la del pasado entendido como el mero transcurrir del tiempo), en algo provisto de responsabilidad, pues no es sino a través de la comprensión de los parámetros llamados a consolidar ese pasado de donde extrae el Hombre los marcos llamados a consolidar a la par que explicar, su presente.

Aunque para responsabilidades, las que se concentran en lo que está destinado, previsto, para componer el futuro. Es el futuro proyección, y lo único de lo que el Hombre puede valerse para no reducir tal condición a una mera farfulla, a una mera especulación, es la certeza, o al menos la esperanza que procede de suponer que del correcto manejo de los procedimientos destinados a dar forma a los considerados que implícitos se encuentran en nuestra propia condición, habrán de devengarse realidades no siempre comprendidas, a veces de hecho manifiestamente incomprendidas, pero llamadas en todo caso a consolidar la enésima conformación de la forma que adoptará lo destinado a conformar el marco de nuestra próxima vivencia.

Aterrizamos pues de nuevo en la paradoja, pues al final el proceso se resume en que no es sino viviendo que podremos alcanzar lo que parece constituye la meta de la vida en sí misma.

Este logro, si es que de tal merece ser considerado, hace tiempo que fue descubierto. Es algo que se encuentra presente en la base del razonamiento en el que muchos hombre han perseverado (y que en la mayoría de ocasiones no se halla sino inscrito en la base de la forma de vivir que los mismos tuvieron), y que llamados a jalonar el tránsito de lo que para el común de los mortales no está sino llamado a ser tenido en cuenta como formar de vida excepcionales, constituye si tenemos el la paciencia suficiente para desentramar la madeja, la guía para desentrañar algunos de los aspectos y en otras de los procedimientos cuya noción está llamada a hacer más inteligible y por ende más hermoso nuestra realidad, y con ello el mundo.

Porque si bien es cierto que tal vez nunca estemos en condiciones de poner un instante al origen de la Vida, bien podríamos conformarnos con aceptar que a los Presocráticos debemos la primera noción vinculada a la necesidad de esa búsqueda, origen por ende de todas las demás. Si bien es cierto que jamás nos hallaremos en condiciones de saber qué es lo llamado a contener la verdad absoluta, no es menos cierto que gracias a Platón y a su “Mito de la Caverna”, que desde entonces disponemos de un método fiable para saber de la necesidad de acceder a ella sin prejuicios y sin contaminación. Al respecto de cómo estar seguros de que ninguna contaminación nos haga derivar de nuestra misión, nadie mejor que Descartes y su método analitico-sincrético para desnudarnos del todo, (sólo el ser capaz de pensar en mí me proporciona certeza de que verdaderamente existo), lo que en nuestro caso se traduce en que lo pensado, nosotros como existencia, tiene sentido.

A título de conclusión, aceptando que tal es imposible pues de ello se desprendería que un fin es plausible; diremos que vivir es filosofar, pues un sinónimo de Vida es Filosofía.
La Filosofía aporta la cohesión, pues sólo desde ella podemos concebir el caos. De esta manera, Filosofía y Vida se erigen en los componentes destinados a dar forma al presente y al futuro, haciendo surgir la esperanza en tanto que habilitan un escenario en el que la posibilidad de que vivir quede reducido a una sucesión fútil de acontecimientos sin sentido, queda prácticamente descartada.

Sabido pues que somos y que hemos sido, es de la constatación relativa a lo que se espera de nosotros para con lo que estemos llamados a ser, de donde el Hombre ha de sacar fuerzas para seguir viviendo, o lo que es lo mismo, para seguir filosofando.

Dispongámonos pues para ello. (Siquiera cuando la conmemoración del Día Anual de la Filosofía, ha pasado desapercibido).


Luis Jonás VEGAS VELASCO

sábado, 11 de noviembre de 2017

BRAM STOKER. SEPARANDO EL INFINITO.

Pocas son las ocasiones en las que un individuo puede sintetizar ya sea a través de su persona, o como en este caso ocurre, a través de su obra; la materia destinada a servir para contener, si tal cosa fuese posible, la totalidad de los campos emotivos, sentimentales y retóricos llamados a ser tenido como los propios de una descripción certera de un periodo. Pero lo que verdaderamente convierte tal hecho en algo absolutamente desconcertante se revela ante nosotros cuando verificamos, en este caso por medio de la experiencia directa y sensible, que tales logros se llevan a cabo o en todo caso se implementan a través de las emociones contenidas en una sola obra.

Cierto es en todo caso, que no hablamos de una obra cualquiera. De hecho, figuras de la talla de CONAN-DOYLE llevarán a cabo sonados elogios de la misma; y otros, si bien no cualquiera pues entre ellos se encontrará el mismísimo WILDE, dirán sin ambages que nos encontramos ante la más bella obra escrita en nuestro tiempo.
Es por ello que Drácula, en tanto que obra literaria, no puede ni por supuesto debe se contenida y a la sazón limitada, en tal o en cual periodo histórico. De hacerlo, aquel que a tal fin destinara sus afanes no vería éstos satisfechos sino con el resultado del fracaso (lo que en su vertiente social constituye el material del que se alimenta el ridículo), pues cualquier consideración sobre Drácula, ya fuera ésta tenida en relación al personaje, o al ente histórico que le sirve de referente, amenaza por su propia naturaleza con escaparse de los límites de lo tenido por real, irrumpiendo a continuación de manera absolutamente verosímil a la par que inevitable en el territorio de lo mítico, y por ello de lo inexpugnable.

Es por ende que si son las obras las llamadas a tejer los perímetros destinados a contener los elogios que han de hacer grande a un autor, Drácula en tanto que obra parece ser el prototipo de todo aquello que cualquier autor, sea cual sea la época en la que hayamos de instalarlo, desearía poseer en su acerbo ya fuere particular o  personal.
Pero en esencia, y comenzando ya a hacer justicia, Drácula no es sino una obra, un resultado; en este caso hay que decirlo, el resultado de toda una vida.

En la semana en la que se acaban de cumplir los ciento setenta años del nacimiento de Bram STOKER (Clontarf, 8 de noviembre de 1847-Londres, 20 de abril de 1912); el silencio llamado a contener todas las conmemoraciones que se han tenido a bien desarrollar con respecto al hecho en sí mismo, sirven en realidad sino para poner de manifiesto en factor que por excelencia llama a denotar lo que para un hombre de la figura de STOKER habría de consolidar el escenario en el que su éxito alcanza su mayor plenitud pues: ¿a qué mayor logro puede aspirar el que se sabe digno en su ámbito, que a prevalecer en lo propio como se corresponde de ir infinitamente ligado a un logro de la magnitud del que para la Literatura Universal representa de manera indiscutible una obra como Drácula?

Si bien en el terreno literario STOKER puede ser reducido a ser el autor que dio vida a Drácula (el llamado a generar en nosotros el modelo de todo vampiro, lo que supone decir que de todos los miedos que a partir de 1897 dibujarán todo el terror llamado a contenerse primero por Europa, y después por el mundo), bien pudiera ser una verdad, aunque una verdad injusta si ya sea de manera consciente o inconsciente, cedemos a la tentación de diluir el inexorable vínculo que une al personaje con su obra.
Llegados a este punto, STOKER y su creación (pues no en vano es un buen momento para dejar claro que Drácula es eso, el resultado de una imaginación desbordada), sin que de ello se devengue minoración alguna al respecto de la grandeza que tras el personaje y la obra se esconde; constituyen en realidad un hito cuya magnitud y calado merecen una reconsideración en el tiempo y en el espacio, tal y como se desprende de la valoración en este caso estrictamente objetiva en base a la cual tanto el personaje, como las consecuencias que de los actos del mismo se extraen, satisfacen de manera evidente tanto pretensiones como en otros casos los más íntimos deseos de hombres y mujeres inscritos en un periodo que en todo caso no abarca menos de los ciento veinte años que hace de su publicación.

Pero estamos cayendo en la propia trampa que hemos amenazado, toda vez que llegados a este punto somos víctimas de la abducción que el personaje lleva a cabo. Un personaje que, no debemos olvidarlo, surge plenamente de la pluma de un STOKER que se diría concebido con un fin: El de alumbrar una obra cuya magnitud bien pudiera servir de referente a los que ya fuese consciente o inconscientemente, albergaran el deseo de encontrar el verdadero límite del Movimiento Romántico.
Porque aunque los preconizadores del pragmatismo a ultranza, y de su herramienta de discordia (a saber la cronología), digan y no sin razón, que la fecha de publicación supera con mucho los márgenes a partir de  los cuales resulta intolerable definir como de romántica una obra; lo cierto es que sólo desde las consideraciones que a tal movimiento competen podemos atribuir y a la par no desacreditar ni una sola de las múltiples virtudes que conforman la obra.

El viso de genialidad, o cuando menos de excentricidad, que resulta imprescindible para volver tolerable semejante compendio, se revela como posible cuando constatamos la ingente cantidad de excepcionalidades que convergen en este caso en derredor de la biografía de Bram STOKER. Excentricidades, circunstancias (unas evidentes, otras que analizadas con la perspectiva que proporciona el a priori parecen casi capciosas), pero que de una u otra manera acaban por encajar las piezas de una manera tan excepcional como única.

La compleja biografía del autor, tiene desde su más corta infancia aspectos llamados a ser imprescindibles de cara a elaborar el complejo mapa de una personalidad no menos compleja. Con una infancia ligada a la enfermedad, el hecho se pone de manifiesto en toda su relevancia a la hora de imaginar el vínculo para con lo fantástico que se genera en un niño que hasta casi cumplidos los ocho años de edad no puede salir a la calle; y que llena su tiempo leyendo libros que extrae de la ingentemente dotada biblioteca de su padre, un funcionario educado que tiene precisamente en sus libros su mayor tesoro; y escuchando las historias de terror mágico que su madre, una burguesa ilustrada, le cuenta, netamente convencida no sólo de que éstos no sólo no le harán ningún mal, sino que incluso le serán útiles.

¡Y lo fueron! Tanto, que se mostraron inevitables a la hora de comprender cómo un muchacho enclenque y tendente a la enfermedad, evolucionara hasta el punto de llegar a ser campeón de atletismo. Pero más allá de sus logros personales (o incluso formando parte inseparable es éstos), en la mente de STOKER bulle ya una tentación que en torno a lo misterioso, a la mítico; pero también a lo oscuro, a lo insondable, acabará por convertirle en el catalizador que nos permite no ya ubicar a STOKER en un periodo concreto, sino consolidar la certeza de que será Bram STOKER el responsable de unir con poder igualmente insondable dos periodos contradictorios (como corresponde a los periodos que consecutivos en el orden cronológicos, resultan por ello imposible de coordinar en el periplo de técnica o de objetivos perseguidos).

Responsables de todo ello fueron, entre otros, Arminius Vánmbery (Bamberger en realidad). En su condición de reputado orientalista húngaro, el Sr. Bamberger sirvió entre otras cosas para aportar cohesión a los apuntes en este caso extractados a colación de la obra Informe sobre los Principados de Valaquia. Escrita por Emily Gerard, la obra supone mucho más que un catálogo de consideraciones, un compendio de datos e información, llamada y por sí sola suficiente para incendiar en el mejor de los casos la mente de un STOKER que llegados a este momento se ha convertido ya en un verdadero investigador interesado en cuanto tiene que aportar el compendio folklórico que se corresponde con Europa, y que tiene especialmente en Rumania su manifestación más exultante, o al menos la que con mayor fuerza inflama los deseos de un Bram STOKER que, no lo olvidemos, es especialmente sensible a tan sutil forma de manipulación.

Se cierne así pues sobre nosotros otro escenario si cabe más interesante por lo que a título potencial representa, en base al cual las consideraciones estrictamente objetivas que resultan de valorar los conocimientos que el autor posee, terminan por converger en la conciliación de una nítida y superior experiencia de un Hombre Moderno que en cierto modo anticipa los males que en este caso filósofos contemporáneos como el propio Nietzsche habrían de considerar, en este caso desde perfiles y con consistencia netamente antropológica.
Surge así el aspecto nacionalista de un STOKER llamado a poner sobre la mesa la consideración de un verdaderamente moderno Hombre Europeo llamado a conciliar la unidad que para su supervivencia resulta imprescindible, a partir de la interpretación que de los vínculos de homogeneidad y pertenencia pueden desprenderse de un Folklore con arraigo común.
De ahí, a la comprensión de las consecuencias que en materia de tiempo y espacio se suscitan en torno la metáfora que la unidad de la sangre proporciona, hay tan solo un paso.

Convergen así pues de manera casi coyuntural aspectos y elementos que si se ordenan sin pasión ni prejuicios (si tal cosa fuera posible), acaban por delimitar un escenario en el que la tesis propia de los nacionalismos convencionales se ve superada al revelar en qué medida las aspiraciones de STOKER  no son limitadoras ni excluyentes, estando más bien al contrario destinadas a dibujar escenarios que además de no contener al Hombre, son capaces de promover en el mismo actitudes constructivas y de comprensión hacia las que una Cultura Grecolatina primero, y Cristiana después, se habían mostrado como hábiles a la hora de limitar o impedir por medio ya fuera de amenazas o castigos, todo tipo de aproximaciones útiles.
Así, el vínculo de sangre, tan propio por otro lado en consideraciones de valor en el talante europeo, adquiere aquí una connotación que ineludiblemente lo liga de manera co-substancial  con la manera que de comprender conceptos y magnitudes como el infinito o incluso la inmortalidad, eran preconizados precisamente por los que durante dos mil y ya más años se han atribuido y en exclusiva el derecho a decir lo que está bien y lo que no en campos tan imprescindibles e inusitadamente humanos como lo son éstos que tratamos.

Tal vez por ello sea que STOKER duerme un sueño largo, silencioso, e inusitadamente prolongado.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 4 de noviembre de 2017

¿HALLOWEEN O TODOS LOS SANTOS?. LA RESPUESTA: 1817

Apalancados en el eufemismo, permanentemente instalados en la hipocresía propia del que cree creer cuando saber no sabe; no ha de ser sino la presencia de la eterna duda la encargada de enfrentarnos a la verdad, que como es de suponer no por esperada, ha de resultar menos dolorosa.

Porque al contrario de lo que pueda suponerse, no es sino la Lógica, en su aplomo, la única fuerza competente no para mostrarnos, pues en este caso resulta más adecuado decir que para poner de manifiesto, el catálogo de calamidades llamado a redundar no tanto en nuestro oprobio, que sí más bien en nuestra resurrección; pues como es bien sabido: Sólo el que se sabe enfermo, puede mostrarse complacido al iniciar el tránsito hacia la sanación, sobre todo cuando se sabe éste plagado no ya de dificultades (pues la fuente de tales es externa), como sí más bien de sinsabores (los cuales como es sabido no proceden sino del venenos que nosotros mismos generamos, y que contra nosotros mismos empleamos).

Y no hay peor enfermo que el que lo está por primera vez, o como sería más justo decir, que aquel que nunca antes ha reconocido sobre sus hombros el peso propio de conducirse enfermo.

Es la nuestra una patria llena ante todo de Historia. La frase, quién sabe si por manida, parece haber perdido todo su sentido. Será por ello que considero necesario detener aquí nuestro todavía indeciso transitar, para dejar claro que lo que está llamado a marcar la diferencia entre Historia, y mero paso del tiempo, necesariamente ha de ir  mucho más allá del mero cúmulo de dudas o certezas que los hechos en los mismo promovidos puedan o no suscitar. Es así la experiencia, definida de manera casi imperceptible como el resultado que sobre el Hombre de cada época tienen los sucesos que por y para el mismo son acontecidos; la que parece destinada a concitar sobre sí más interés que el que sería propio de un hecho llamado a pasar por un mero instrumento.

Instrumentos que se convierten por mor de su propia fuerza, o de la que en todo caso le es atribuida, en catalizadores de verdad, cuando no en referencia a la hora de determinar lo llamado a ser tenido como propio en aquellas situaciones en las que la dificultad de la realidad, o de la interpretación que de la misma resulta propia, obligan a erigir catalizadores en muchos casos destinados a permanecer como reductos, refugios de una realidad que bien por etérea, o por caduca o atemporal, está llamada a desaparecer en aras de un futuro incapaz como es obvo de justificar por sí mismo el peligro de las acciones que resultan imprescindibles para su propia implantación.

Es el caso, precisamente, de la obra de José ZORRILLA, y más concretamente de su D. Juan TENORIO.

Propia de otro tiempo, o en todo caso escrita de manera extemporal, la obra viene a erigirse en el parangón al que nos aferramos todos aquellos que desde la necesidad más que desde la realidad que nos brinda la existencia de pruebas, nos embarcamos periódicamente en las aguas turbulentas en las que degenera la provisión de una realidad en la que un verdadero Romanticismo Español pudiera tener más que esencia, cabida.
Porque si por bien la obra “D. Juan Tenorio” tiene como consecuencia ubicar a su autor: José ZORRILLA como uno de los precursores, algunos llegarán a decir que único ejemplo, del tal vez bien denominado Romanticismo Tradicional en España; no es ni será menos cierto decir que tal afirmación terminará necesariamente por volverse en contra de los que intención ladina la profieren, pues en el fondo la realidad subyacente marca que incluso los llamados a negarlo suscitan, por el mero hecho de tener que negarlo, el a priori de que un Romanticismo Español, siempre existió.

No pretendo, por supuesto, dar pie a ninguna discusión, o al menos no a ninguna que pueda o deba discurrir por los territorios científicos que bien pudieran hacer converger sus tesis en torno a cuestiones tales como las propias de afirmar que los afortunados allá por 1835 que asistieron al estreno de la genial obra de El Duque de Rivas, asistieron en realidad al nacimiento del Romanticismo Español. La afirmación, por categórica más que por acertada o desacertada, choca de plano con la intencionalidad que de nuevo urde la trama en la que amenaza convertirse esta humilde sucesión de palabras en la medida en que de parecida manera a como me ocurre con El Big Bang: doy por buena su condición de explicación satisfactoria a la mayoría de cosas que veo si bien no entiendo, no por ello he de negar que me resisto a reducir a un instante (lo que supone asumir lo instantáneo de la esencia de todo hecho), la causa o principio de lo que está llamado a consolidarse como el todo conocido, y por ende que habremos de considerar y conocer.

Dicho en otras palabras, D. Álvaro o la fuerza del sino no está llamada a constituir en su presente el cúmulo de características y circunstancias que le llevarán después a gozar de su condición de obra por antonomasia destinada a describir la quintaesencia del Romanticismo. Como es de suponer, tal consideración habrá de venir después, cuando el paso del tiempo haya labrado con su inexorable condición los cauces por los que sin dilación habrán de discurrir las circunstancias destinadas no tanto a hacer comprensible la excelencia de una determinada época, sino la certeza de que ésta comienza a colapsar (hecho que inexorablemente se ve ligada a la certeza de comprobar en qué medida nuevas formas de proceder, originan nuevos movimientos).

Es entonces cuando el contexto, en su atribución propia de marco histórico, nos aporta la escenografía destinada a hacer compatible con la realidad la naturaleza social e individual de una realidad humana que no encaja. Porque efectivamente, la España y por ende los españoles de la época que en términos cronológicos han de ubicarse en el citado periodo histórico, han de encontrar su convergencia no en la aceptación de un hecho unitario, que sí más bien en la deserción de otro que está por claudicar.

Es así que más que hablar del Romanticismo como un movimiento propio, dispondremos la esencia de sus virtudes en las características de emancipación que respecto al colapso del Neoclasicismo pueden objetivamente serle atribuidas.

Conformamos así pues poco a poco un tamiz destinado a filtrar elementos de una realidad disociada ya respecto de los parámetros que parecían destinados a conferir a la misma cierta dosis de coherencia para con el tiempo que le es propio; pero que tal y como ocurre en la realidad con tales artefactos, nos obliga a asumir que de tal y como sea el calibre de los orificios por los que la materia ha de trasladarse, así será la naturaleza de los entes llamados a ser integrados. Y el tamiz español resulta, como no puede ser de otro modo, muy propio, tanto, que ni sus resultados ni por supuesto los ingredientes que de cara al mismo han de proferirse, son de manera alguna reconocibles por el resto de integrantes, en este caso el resto de países y sus autores.

Porque no es el Romanticismo Español medio, sino que es fin en sí mismo. No puede por ende ser resultado, lo que supondría reducir su esencia a algo compatible con un error, con lo que transita por el organismo tras la deglución de algo que si bien ha sido satisfactorio, no parece destinado a dejar poso, a redundar en recuerdo. Mas bien al contrario, la suma de todos esos condicionantes que en términos objetivos y a la sazón científicos tratan de minimizar el impacto del Romanticismo Español haciendo de su corta duración y de su escaso impacto (pues si bien es cierto que fue rápidamente desbordado, y no menos cierto que escaso ha de ser por ello el catálogo de obras en las que se prodigó), tales afirmaciones no vienen sino a constatar la intensidad del impacto con el que golpeó la convergencia de todas esas líneas llamadas a consolidar el crédito de una sociedad, por medio de la definición de una ruta que mediante el acomodo de los pensamientos, mediante la definición de estrategias a posteriori, convergen en el empecinamiento de determinar no ya sólo lo propio del terreno delimitado para el pensar, sino que se creen competentes para decirnos qué y cómo sentir.

Porque tal es sin duda la disposición de una obra que por sí sola se basta y se sobra para encumbrar a un hombre no como autor, sino como parangón de todo un momento histórico. El Tenorio está escrito para hacer sentir, mientras que las obras escritas no ya en su tiempo, sino en su momento, lo están para hacer pensar.
Está escrita en consonancia temporal con obras que darían auge a pensamientos antropológicos, está escrito a la sombra aunque al margen, de obras destinadas a inferir en constructos llamados a construir hombres cuyo éxito se cifra en consonancia con lo objetivo, mientras que su persecución, si es que alguna hubo, se describe desde parámetros emotivos, sensacionales, y por ello netamente subjetivos.
Es por ello D. Juan, una obra para cuya valoración no hace falta escatimar en elogios, pues más que brillante resulta sublime; más que adecuada podemos decir que es inmortal.

Por eso prefiero La Moraga, comer chocolate con picatostes y por qué no, acordarme de la cinta que la prima pierde en el monte de las ánimas, que dudar entre truco o trato…


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 21 de octubre de 2017

1917-2017. MUCHO MAS QUE UN CENTENARIO.

Inmersos como estamos en los tiempos de la procrastinación, muestra ello no tanto de holgazanería como sí más bien de mera y cumplida somnolencia, es que no tanto por justicia, que sí más bien en aras de impedir que la por ahora injustificable acusación de abulia sí acabe por tornarse provechosa al mutar en abulia, que habremos de considerar aunque sin premura, llegado el momento de dedicar siquiera un instante al que bien supondrá enésimo proceso destinado a separar la paja del grano en torno no solo a los acontecimientos como sí más bien a las consecuencias que fueron promovidas en torno al que desde entonces es promocionado como Octubre Rojo”.

Si bien es cierto que el simbolismo a priori encerrado en torno a la fenomenología propia de un centenario tornaría por sí sola en suficiente la demanda de tal proceso; no obstante haremos bien en señalar las especiales circunstancias que sin duda redundan en nuestro presente, y que de disponer de un instante para ser analizadas cuando proceda (o sea, cuando se disponga del valor y la perspicacia suficiente), sin duda revertirían en nosotros la certeza de permitirnos recabar toda una suerte de detalles para nada prosaicos, y de cuyo sometimiento a consideración haríamos bien no tanto en cuidarnos, que sí por el contrario de tomar en seria consideración la advertencia que de los mismos cabe extrapolarse. Y todo porque una vez más ha de ser tenida en cuenta no como afrenta que sí como advertencia la tantas y tantas veces certera expresión manejada por la historia, la cual redunda en certificar que la ausencia de perspectiva propia del que forma parte de los acontecimientos, le hace víctima de la incapacidad para acceder a éstos de manera rauda, o en todo caso consecuente.

En mentecato, cuando no en burdo propagador de rumores merecería ser tornado, si de mis palabras (o incluso de mis silencios) cupiera ser llegada por métodos certeros a conclusiones cercanas al proceder de inducir a pensar que son nuestros tiempos proclives a la consideración de tornarse comparables a los que describieron después la época a la que hoy proponemos aproximarnos. Sin embargo  no es menos cierto traer a consideración una vez más, y no por ello con desgana, la certeza también en múltiples ocasiones contrastada, en base a la cual el exceso de confianza motivado en la constatación de hechos elevados a ciertos por rutina, cuando no por venir tomados de la consideración de lo que por bien es tenido; guarda a menudo la llave de desmanes, que en desastres bien podrían acabar por tornarse.

Hechas pues las aclaraciones de rigor en forma en este caso de salvedades ligadas a la necesidad no tanto de diferenciar los hechos y menesteres propios de entonces respecto de los de ahora, que sí más bien de definir a unos y a otros respectivamente clamando para ello no a los subterfugios de la interpretación, como sí más bien a la certeza promulgada desde los hechos contrastados; cabe decirse que el único acontecimiento destinado a inculcar una suerte de conexión entre el pasado que identificamos en 1917 y el presente propio de nuestro instante, no puede ser sino un acontecimiento de corte subjetivo esto es, una consideración promulgada consciente o inconscientemente, llamada a calar hondo en la forma de pensar del común y que entonces como ahora, procede de la falsa interpretación que las fuerzas de poder llevaron a cabo a la hora de inducir entre sus gobernados una falsa seguridad que si bien en un primer momento estaba destinada a subyugar toda capacidad de análisis de los hechos que sin duda habrían de tener lugar; acabó volviéndose contra los que tal proceder habían inducido al narcotizar al pueblo hasta unos extremos que anularon toda capacidad por parte de éste para llevar a cabo un análisis progresivo del que bien podría haber derivado una respuesta no sabemos si más o menos correcta, pero en cualquier caso más moderada, o en todo caso más acorde a los tiempos.

Porque una vez superada la consideración objetiva que podría devengarse de esperar que el presente resultara en otro relato más o menos objetivo que a modo de crónica pretendiera refrendar los periplos en los que se tornó el proceder del Octubre Rojo, lo cierto es que la voluntad que rige nuestro menester de hoy pasa por redundar más en la búsqueda de los patrones que de una u otra manera pueden identificarse en la Psicología Social de un pueblo que en el momento en el que los acontecimientos tuvieron lugar llevaba más de trescientos años subyugado (si aceptamos la llagada al poder de los Romanov como símbolo de tal dominación).

Supone la mención de esos trescientos años, mucho más que una consideración con forma o función meramente representativa. Más bien, o habría que decir al contrario, viene a poner de relevancia la enésima situación tantas y tantas veces renovada y por la cual afirmamos que en historia poca o ninguna son las realidades que con una determinada magnitud deben al proceder de un único instante ni la causa ni por supuesto la consecuencia que con posterioridad habrá de serle atribuida. Y en este caso trescientos años, siquiera tomados en consideración solo por sus efectos en tanto que cronológicos, bien pueden ser suficientes para tomarse en serio la necesidad de un cambio.

Tomar siquiera en consideración la magnitud del hecho que ha de suponérsele a dotar de una vigencia de tres siglos a todo lo que rodea al concepto de dinastía, nos somete a una suerte de consideraciones que desde nuestra forma de pensar bien haríamos en tomar por una obligación del todo inaceptable. El cúmulo de consideraciones que la misión lleva aparejada no escapa a nuestro control tan solo por lo desmesurado del catálogo que conforman los factores que por objetivos resultan cuantificables. El verdadero problema se pone de manifiesto en su desmesurado esplendor una vez iniciamos el proceso destinado a tratar de recabar el inventario de nociones, sensaciones, sentimientos y por supuesto convicciones llamados todos ellos a llenar el alma de los destinados a promulgar lo que se tuvo por bueno, honesto y cuando menos adecuado, en un devenir que se prolongó nada más y nada menos que durante trescientos años.

Porque si bien las consideraciones hechas hasta el momento pueden en general ser atribuidas a muchas de las otras dinastías llamadas a monopolizar las acciones de estado que por toda Europa habrían de darse desde el siglo XVIII, extendiéndose no más allá del XIX; no es menos cierto que ninguna contaba con premisas destinadas a tornar en casi excéntricas las formas que acabarían por tornarse en imprescindibles para entender la forma de gobierno que era indispensable y que va de la Rusia de 1713 a la URSS de 1922.

Haciendo especial hincapié en la variable poblacional, ya sea atendiendo a la variable mesurable (que resulta impactante por su gran número), o a la parte más subjetiva (que se traduce en las nociones destinadas a hacer reconocible a un pueblo a partir de las nociones de pertenencia a una comunidad que le han sido en este caso inculcadas a cada individuo), lo cierto es que las mismas han de suponer por sí solas motivo más que suficiente para anticipar en ellas la causa fundamental a la hora de llevar a cabo una descripción certera del motivo por el que la Revolución Rusa no solo triunfó, sino que lo hizo de la forma que lo hizo.
Si unimos al hecho dinástico propiamente dicho, la constatación de un hecho como es lo prolongado del mismo, con facilidad habremos de extraer una serie de conclusiones llamadas a perseverar en la certeza de que sólo la represión en sus más diversos términos y manifestaciones, unida a una voluntaria regresión en los cauces de gobierno serán los métodos necesarios cuando no imprescindibles para conseguir tan solo la preservación de la propia dinastía.
Sin embargo tal proceder trae aparejadas una serie de consecuencias destructivas por corrosión del tejido social, como resulta de la progresiva corrosión de las estructuras llamadas a tornar en soportable el sentimiento de pertenencia a un todo. Como resulta evidente una vez tenida en cuenta la condición de superestructura que cabe serle atribuida a la forma que estamos analizando, la única forma que tiene de encontrar un parangón válido procede de buscar en las formas adoptadas por los pueblos extranjeros más o menos cercanos la evolución de las variables llamadas a su vez a definir la evolución de éstos. ¡Y los resultados desde luego que eran más que desalentadores!

No caeremos en la trampa de juzgar el pasado con el conocimiento del pasado. Pero es evidente que sea como fuere los procedimientos esgrimidos por los Romanov para controlar Rusia son del todo parecer, un error de consecuencias manifiestas.
No se trata ya de que Rusia pierda en la comparación que pueda hacerse con cualquier país de su entorno. Se trata más bien de que por forma de un proceder del todo incomprensible, los diferentes miembros de la dinastía estuvieron de acuerdo uno tras otro en la certeza de que solo en la voluntaria apuesta por el conservadurismo, se hallaría el éxito en forma de supervivencia.
Y Rusia sobrevivió, a cambio de anquilosarse.

La Rusia de finales del XIX es la Rusia de la Edad Media. Factores objetivos como los que pueden obtenerse de los datos propios de la economía, así como otros más subjetivos descritos en este caso en las formas que la relación del estado para con sus subordinados describen; así lo constatan. Rusia no solo no es un estado moderno, sino que está orgulloso de ello. Y el paso al siglo XX pondrá de manifiesto como es sabido con consecuencias dramáticas todas y cada una de las contradicciones esgrimidas.

Porque la ficción que cada día se recreaba en las formas que de despertar Rusia tenía cada mañana, resultaron viables con más o menos retoques hasta que los truenos que anunciaron la llegada del siglo XX tornaron el sueño en pesadilla.

Rusia chocó con el siglo XX. Las masas que llegadas del campo procedentes de la supresión de la ley de esclavos que de facto había mantenido en pie la economía rusa hasta bien pasada la segunda mitad del XIX, pulularon hasta encontrar en las ciudades su nuevo hábitat. Pero las ciudades rusas ni eran ni respondían a las necesidades o formas de las ciudades de la Europa del XIX. Así, sus procesos de reconversión no se llevaron a cabo conforme a los cánones esgrimidos por sus homónimas europeas, de manera que en lugar de absorber con voracidad infinita la mano de obra que se les prodigaba, no hicieron sino poner de manifiesto la incapacidad de la misma, agudizando hasta límites ahora ya si insospechados la brecha que separaba al ruso que habiendo podido ser en el campo, se tornaba ahora vulgar proletario en la ciudad.

De esta manera, más allá de consideraciones sesudas y en todo caso respetables toda vez que dueñas de un montón de consideraciones cuya valía resulta científicamente incontestable; el verdadero alimento de la Revolución de Octubre  es la frustración, como lo ha sido en la práctica totalidad de ocasiones en las que el hombre ha tenido el valor para hacer de su desgracia el alimento de su revalorización.

Pero como todos sabemos, ese no es un argumento sincero.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 14 de octubre de 2017

TERESA DE JESÚS. DEL NECESARIO RETORNO A LOS ORÍGENES.

Si de obligado puede considerarse el hecho de cifrar hoy nuestro interés en una figura como la de La Santa de Ávila; más propio de ingenuos, o en el peor de los casos de otras consideraciones habrían de ser justamente por bien tenidos, el no hacerlo.
Porque es bien cierto, y como tal ha de ser tenido en cuenta, que si bien nuestro país parece estar sembrado de grandes hombres y de no menos nobles mujeres; como de muy complicada cabe ser tenida la labor de recolecta si no de todo si de la mayor parte, de lo que por éstos fue previamente sembrado. Siembra sin duda útil, la cual y para mayor gracia de esa tierra ha de tener en la fertilidad de la misma gran parte del motivo que lleva a considerar justamente como de especial el fruto del mismo recolectado; pero llamado no obstante a ser merecedor de una conducta específica cuando tal y como hemos mentado (y la experiencia de razón nos carga), tan complicado de reconocer, para propios que no para extraños, resulta el aprovechamiento de lo que ya sea por fuerzas de unos, o por fueros de otros, no es sino que regalado para los que hoy vivimos, en tanto que leemos, escribimos, en definitiva, que respiramos.

Aduce pues el tiempo especial consideración, para hacerse notorio a la par que patente en el expolio del presente que a la fuerza ha de condurarse en el hecho de reconocer en el pasado no ya la mesura de lo llamado a ser tenido como de digno, cuando sí más bien de lo específico a la hora de poner de manifiesto lo que en comparación para con los usos de lo moralmente correcto están llamados a denotar en la desidia que puesta a denotar la apariencia en la que cada cual se ampare, no acabe sino por constatar de manera si no justa, sí cuando menos evidente, los fallos y faltas de cada uno.

Porque siendo tan diferente el presente de lo que el mero transcurrir nos lleva a connotar como de pasado; lo único cierto es que no será sino la labor, para nada lisonja, de identificar primero y persuadir después, los procedimientos llamados a ser tenidos por desgraciados, lo que dignifica no tanto a una época, que si más bien a los que por medio de su buen hacer fueron capaces de engrandecerse a sí mismos, haciendo en realidad mejor lo tiempos que habrían de venir.

Se trata pues de una acción de humildad, que se torna en generosa cada vez que la certeza redunda en hechos tales como el de constatar que dada la magnitud del hecho relevante, pocas por no decir ninguna son las posibilidades de que los logros del ente activo vean no ya recompensa, sino que ésta haya de prevalecer en el tiempo y la forma suficiente como para resultar coherente al que por cuya gracia el  hecho ha sido promovido.
Adquiere entonces el ya de por si noble gesto de la humildad una proyección nueva que no está destinada sino a restaurar el valor de los entes que en su momento ya formaron parte del presagio. La caridad, elemento patente a la par que intrínseco, recupera entonces el espacio y con él la noción desde la que siempre fue promulgado; erigiéndose con ello en respaldo de los llamados unas veces a resurgir, otras a ser innovados, destinados a hallar la uniformidad de su linaje en el sumatorio de certezas destinado no tanto a persuadir a los hombres de su error, como  sí más bien a empecinarlos en la necesidad de que más que restaurar, lo que este mundo empieza a necesitar es una acción integral.

Para aquellos que de verdad se hallen dispuestos a dar por sentado que el motivo que nos ha llevado hoy a considerar oportuno dirigir nuestra mirada sobre la figura de la Santa de Ávila se encuentra en consonancia con el sonoro efecto que sin duda está llamado a lograr el que la fecha llamada a reforzar tal hecho caiga en domingo (lo que a su vez se traduce en los consabidos logros que bajo el título de Jubileo las estructuras dignatarias del Cristianismo se ofrecen a regalar de manera inconmensurable entre sus fieles), no tornaría sino de inocente a la par que superficial el motivo destinado en última instancia a dotar de la fuerza requerida al hecho llamado a ser digno de ser en este caso traído a colación.
Porque es en lo consiguiente al propio tiempo, o para ser más exhaustivo cabria decirse que en lo propio de la interpretación que de éste y de su tránsito se hace; donde encontramos las mayores desinencias en lo atinente a reforzar entre otras las falsas tesis que se conforman en el desasosegante proceso llamado a tornar en necesarios elementos o matices de una realidad conformada en la mayoría de las ocasiones por contingencias. La causa, como no puede ser de otro modo se hace evidente y acaba por mostrarse ante nosotros cuando aplicamos el quehacer de la variable indefinida, la de la interpretación que se deriva de la condición de subjetividad que inexorablemente hace presa en la realidad cada vez que ésta es pasada por el tamiz de la persona sobre la que inexorablemente habrán de redundar los efectos y las causas.

Pero… ¿Acaso ha de significar tal cosa, que en la aceptación silenciosa de lo que haya de venir, puede el Hombre encontrar la justicia, o lo que según otros vestigios bien podría ser tenido por la configuración de la conducta llamada a consolidarse como “virtuosa”? Obviamente, no. Y si a tal extremo se conduce la interpretación de lo promocionado por nuestras palabras, sin duda que de tal habrá de devengarse la certeza de que en algo erróneo hemos incurrido a la hora de trazar la senda llamada a contenerlas.
Porque no es pecado, que sí más bien virtud, la conducta destinada a diferenciar de entre todos al virtuoso, cuando se muestra éste capaz no solo de distinguir de entre las llamadas a conformar el rebaño, a la oveja propensa al descarrío; tornando la conducta de ésta no solo proclive, que sí incluso recta y a la sazón virtuosa.

Es entonces que la grandeza de hombres y mujeres como Santa Teresa de Jesús más que presagiarse se constata en una acción tan valiosa ahora como entonces, toda vez que si en algo se parecen sus tiempos a los nuestros no ha de ser sino en el reconocimiento de lo fecundo que para el nacimiento de la mala hierba unos y otros parecen mostrarse.
Tiempos caóticos, llamados a enfrentar al hombre contra el hombre, haciendo bueno por medio de tales lo llamado a ser presagiado por el que ya alertó de la disidencia: Parábola del trigo y la cizaña (Mateo 13, 24-30).

Tiempos en definitiva caóticos. ¿Y cuán mayor triunfo puede serle otorgado al caos, que el que pasa por sembrar tal grado de confusión, que impide al hombre distinguirse con el uso de lo que es llamado a ser tenido como propio?
Porque no es sino en la identificación primero, y en la extirpación después, de lo llamado a reforzar semejante caos, donde reside en última instancia la misión del que aspira a ser tenido por un hombre justo.

Y ahí fue precisamente donde con mayor fuerza brilló la destinada hoy a ser tenida en cuenta por medio de nuestras reflexiones.

Se infiltró Teresa, primero De Ahumada, después ya como Santa Teresa de Jesús; en medio no ya de los campos, que sí más bien de las hordas. Identificó no tanto a los lobos como sí más bien a los que tornados en piel de corderos, muestran después su verdadera condición, causando gran destrucción en el rebaño.
Se enfrentó con la sencillez que perdura en la rectitud, con todos aquellos que de manera mórbida unas veces, y meramente servil en otras, habían tornado en irreconocible lo que en principio estaba llamado a erogarse como el refugio al cual habrían de acudir en pos de justicia los que por uno u otro motivo estaban destinados a ser tenidos por los parias de la tierra.
Puso así Teresa sus ojos sobre lo que por entonces (y no en menor medida ahora), ponía de manifiesto el hecho llamado a constatar que no está La Iglesia sino formada por hombres, hecho que se torna en relevante cada vez que de una  más o menos sostenida observación, son puestos de relevancia los casos de corrupción que si ya de por sí son repugnantes cuando se erigen en contraposición a lo justo que habría de ser todo proceder humano; de blasfemos se tachan cuando aparecen en consonancia con hechos procedentes de la acción de la Iglesia.

Y Teresa reaccionó. Tuvo sin duda primero el presagio, que se tornaría después en certeza, de que su obligación pasaba inexorablemente por poner de manifiesto y luego actuar, primero sobre las conductas y luego sobre los agentes, que parecían empecinados en hacer tambalear las estructuras de eso sobre lo que ella apoyaba todas sus esperanzas.
Pero si algo caracteriza al siglo XVI, es la ineludible telaraña que urdida entre religión y política, entre Iglesia y Estado, tiende a mezclar los condicionantes de unos y de otros hasta confluir en una maraña prácticamente homogénea, en la que los componentes de una son indistinguibles de la otra.
Se traducirá esto en algo llamado a ser la doble amenaza desde la que las dos formas de una misma fuerza se lancen con inusitada violencia contra quien desde muy joven tuvo claro cuál era su función.

Se enfrentó así Teresa de Jesús a Dios y al Rey. El cielo y la tierra se conjugaron en la forma destinada a hacer coherente tan desasosegante unión, de la cual nosotros fuimos especiales artífices al hallar en El Santo Tribunal de la Inquisición la que probablemente haya sido la mejor forma que tales fuerzas han encontrado nunca a la hora de manifestar coherencia en su unión.

Será así pues Santa Teresa de Jesús provista de sufrimientos terrenales, inducidos por causas celestiales. ¿Quién podría no sucumbir ante tales aflicciones?
De la obra, o más concretamente de los efectos que la misma sigue deparando en el tiempo llamado a dar forma a nuestro presente bien puede hallarse la respuesta. Hagamos entonces nosotros todo lo que esté en nuestra mano con el fin de que nada de lo destinado a consolidar tan magnífico logro, pueda siquiera ser tenido por olvidado, insuficiente, o en el peor de los casos inútil; pues de no perseverar en tamaña acción, estaríamos una vez más dando pie a los que en indignos de nuestro pasado nos tachan por medio de las crónicas que sobre nuestro presente vierten.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 7 de octubre de 2017

PROKÓFIEV. LOA A LA ECLEPSIA DESDE EL PRAGMATISMO.

Contradictorios, sin duda, los términos por los cuales, sobre todo en mitad del periplo en el que supuestamente nos encontramos afincados; nos disponemos a refrendar nuevamente nuestro compromiso con la Historia; compromiso que en consonancia con la conmemoración que nos toca, redunda nuevamente en nuestra cita con los acontecimientos llamados de una u otra manera a determinar los procederes ubicados en pos de comprender la Revolución del 17.

No obstante no será necesaria una reflexión muy profunda, para constatar hasta qué punto tales consideraciones no son sino fruto, de un proceder interpretativo, y por ende subjetivo. No seré yo quien discuta tal proceder, pues de loco cabría ser tachado si refrendo tal aseveración, a la par que me dejo llevar de nuevo por la tentación que aflora en la obra de otros por mí idolatrados, toda la cual se resume en la máxima tantas y tantas veces citado… la llamada a rezar “algo así como”: “mi visión sólo puede ser subjetiva, pues yo soy en última instancia un sujeto. Si Dios me hubiese querido objetivo, me habría dado forma de objeto”.

Todo lo dicho hasta el momento, y hasta lo no dicho; y especialmente lo que tanto lo uno como lo otro hayan podido llegar a promover en quien al otro lado de esta conversación se encuentre; se justifica en una necesidad a estas alturas casi irrefrenable de dejar constancia de algo que si bien puede parecer una obviedad, que si bien está llamado a perecer en la hoguera en la que se consumen todos los silencios amparados en el hermetismo ligado al hecho de guardar silencio ante una circunstancia sencillamente porque el sentido de la misma ha sido dado por sentado, cuando no asumido por la mayoría, la cual gracias a condicionantes como el descrito redunda su proceso hacia la involución, degenerando pues en horda; nos lleva a plantear bajo términos formales, en algo así como una protocolaria cuestión de orden, algo que inexorablemente nunca debió dejar de estar presente en los pensamientos de todos aquellos llamados a implementar lo que la Historia nos regala: Que todos y cada uno de los acontecimientos llamados a componer con su orden el coherente tejido de la disposición histórica, no están sino vinculados, de una u otra manera, en última instancia, a la acción de personas.

Lo dicho bien puede parecer una sandez, sobre todo cuando se examina desde el punto de vista contextual aportado por la predisposición evidente que procede de sabernos dentro de la aproximación a la fenomenología llamada a conformar el condicionante de los acontecimientos de la Rusia de 1917. Mas tal vez por ello alcanza en la paradoja su máximo sentido.

Y no es sino por lo paradójico de la aproximación que hoy hemos elegido, que la misma guarda una relación casi de exclusividad para con el compositor elegido hoy para consolidar la aproximación al tema.
Amparados como siempre en nuestra tesis de que la relación entre los hechos históricos y los cronistas destinados a erigir con sus obras panegíricos de las mismas, ha de fluir de manera inexorable (de lo que semana tras semana damos cumplida cuenta al mostrar ejemplos de tales afirmaciones) la mayoría de los cuales acuden a nosotros con  la debida docilidad, de manera absolutamente natural; no es sino el reforzamiento de tales tesis a partir del conocido aforismo por el cual la excepción no hace sino confirmar la regla; que nuestro protagonista de hoy, Serguéi PROKOFIEV, tenía desde un primer momento todos los puntos para consolidarse como nuestro protagonista una vez hemos declarado ya formalmente  nuestro propósito no tanto de llevar a cabo el enésimo análisis de los acontecimientos llamados a cristalizar en 1917, como sí más bien a entender la relación de éstos, y de cuantas derivadas posteriores seamos capaces de identificar, en el seno de la nueva realidad que en forma de siglo XX estuvieron llamados a consolidar.

Por eso la vida y la obra de PROKÓFIEV no es ya que se presta a tal consideración, es que se erige en un ejemplo tan magistral, que parece coreografiado, construido dentro de alguna de sus obras.

Nace PROKÓFIEV en abril de 1891 en el seno de una familia acomodada (al menos en lo que concierne al aspecto económico). De su madre heredará el gusto musical, a la vez que su talento bien podría ser inducido, pues ella pasaba literalmente las horas muertas tocando el piano en un proceder que se extendió como es obvio más allá del periodo que duró el embarazo.
De su padre, por el contrario, heredará las formas netamente pragmáticas, esa destinadas por un lado a comprender primero y definir después la tesitura de un comportamiento en el que el procedimiento, ya sea como acción motivadora, o como respuesta, constituyen la esencia de la vida, ya sea en el desarrollo de actos sublimes (destinados a iluminar el mundo de hadas y duendes que siempre se hallaron presentes en su mente), o de otros menos rutilantes, como los destinados a reducir la vida a la emoción de la supervivencia.

Sea como fuere, la consideración de tales actos primero, y su profesión por medio de la elevación al grado de tesis de los mismos, servirán en última instancia para salvar a un PROKÓFIEV que de otro modo, y tal vez con peor suerte, se hubiera visto obligado a lidiar con las realidades, y con las consecuencias que de las mismas se derivaron.
Realidades atroces o no, pero que se tradujeron con la inexorabilidad que en estos periodos resulta inevitable en la destrucción de los sueños en unos casos y de las realidades e otros de unos compositores que desde la faceta de personas que anteriormente hemos aducido, intentaban plasmar su visión del mundo. Visiones constructivas en unos casos, apologéticas en otros, pero que a través del especialmente duro filtro que el régimen soviético instauró, se tradujeron en las conocidas purgas que como consecuencia vaciaron el hasta el momento fecundo semillero cultural ruso.

Purgas a las que nuestro protagonista escapó. Y lo hizo del todo. Así, al contrario de lo que cabría esperar, nunca formó parte de la camarilla destinada a formalizar el colchón teórico desde el que el régimen amparaba sus barrabasadas. Tampoco hizo nada ni fue capaz de merecer, el odio que las mismas promovían contra todos los que no jugaban un papel activo en tal despliegue.
PROKÓFIEV fue, a lo sumo, ignorado. La clave, es evidente. Su lectura e interpretación del momento histórico que estaba llamado a vivir, le llevó a ser tenido por un compositor anticuado en el extranjero, y demasiado adelantado en su tierra.

Tales consideraciones tienen como traducción la adopción de medidas vitales que si bien nunca tendrán como consecuencia la renuncia a sus raíces, si verán una suerte de satisfacción en lo que concierne a su predilección por lo que el extranjero, en especial Europa, puede ofrecerle. Será así pues París la ciudad elegida en lo que atañe a la obtención de las máximas satisfacciones, ya procedan éstas o no de la consecución musical, lo que convertirá en especial, intense y duradera la relación del autor con la ciudad.

En cualquier caso, PROKÓFIEV no renegará de Rusia. Más bien al contrario, articulará la relación entre ambos poniendo en práctica la enésima versión de ese proceder ya descrito y por el cual el nacionalismo ni es, ni deja de ser, toda vez que del mismo nada imprescindible se puede sacar.

Resultará así pues no solo coherente, sino a la postre inevitable, una forma de vida viajera que le llevará finalmente a Estados Unidos. El país en principio llamado a coronar sus sueños (fundados en este caso en se deseo de ser reconocido como compositor), le traiciona al empecinarse en ver sólo facetas aisladas, tales como su condición de brillante intérprete al piano. Abandona finalmente sus expectativas en el país, y retorna a su patria.

Será entonces cuando la ya URRS le recibe con los brazo abiertos. La que siempre consideró su ciudad, ahora ya Leningrado, confundirá al compositor en la medida en que los conceptos de uno y de uno resultan incompatibles. Así, al igual que en París su obra Romeo y Julieta no pudo abordarse porque como decían algunos “SHAKESPEARE se removería en su tumba”, los conceptos ahora demasiado progresista de un PROKÓFIEV en Rusia se materializan por ejemplo en la incapacidad para definir la condición de proletariado que el régimen requiere para el contexto general. Un contexto que se describe en lo paradójico que resulta ver cómo el por entonces Teatro Conservatorio Estatal, había sido antes El Bolsoi.

Ya nada pues, tiene remedio. El desencadenamiento de la II Guerra Mundial torna prolífica su creación, más ésta no sirve de nada pues si bien logra dedicarse a su mayor sueño, la composición de óperas, las mismas tienen un desencadenante patrio que dentro de la concepción vital del autor, se vuelven artificiales.

Sufrirá un accidente cerebro vascular del que no se repondrá, y morirá el mismo día que Stalin. Ya sabéis, el 5 de marzo de 1953.

Como en tantos otros casos, solo el paso del tiempo hará por el reconocimiento de una biografía y de una obra, dignas en ambos casos de ser comprendidas.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 30 de septiembre de 2017

SHOSTAKÓVICH. DE LOS LLAMADOS A SER DESGRACIADOS EN TIEMPOS DE PAZ.

Arrollados una vez más por una realidad cuya inherente idea de perpetuación choca de plano con el inefable éxito de la teoría según la cual el éxito de todo está inexorablemente vinculado al tiempo que lleva su consecución; lo cierto es que no tanto el éxito como sí más bien la consideración que el concepto de instante nos merece, requiere de una consideración tal y como se desprende del indiscutible hecho por el cual la magnitud de la realidad que nos ha tocado vivir resulta si bien no apreciable, sí tal vez comprensible en la medida precisamente en la que lo aparatoso de un hecho supera en consecuencias a lo que el mismo traía imbricado una vez que fue pergeñado.

Habilitada tal suerte de consideraciones si no a los hechos sí al menos a las circunstancias que los mismos pueden llegar a promulgar, lo cierto es que uno de los paradigmas llamados a consolidar una descripción coherente y que a ser posible haga plausible la comprensión de la actualidad, pasa inevitablemente por la aceptación de que el valor de los instantáneo, somatizado si se quiere en la manera en la que la realidad cambia la forma de entender en cada caso la promulgación de la tesis de la causalidad redunda en este caso en ver hasta qué punto episodios circunstanciales o en todo caso importantes tan solo por formar parte del catálogo presentado por la actualidad, pueden adoptar cierto aire de preponderancia al respecto de afectar a consideraciones y cuestiones que, por otro lado, bien habrían de llevar planificada o cuando menos consideradas, desde hace mucho tiempo.

De esta manera, ubicados ya en los albores de un mes de octubre llamado de una u otra manera a ceder su propia esencia en aras de la constatación de los personajes, sus obras, y las consecuciones que por acción de lo uno o de lo otro, acontecieron en ese otro octubre del que se conmemoran ahora cien años; no hace sino generar una suerte de contradicción, una forma de desasosiego, las cuales eran del todo impensables hace ahora algo menos de un año, cuando a principios de 2017 nada ni nadie hacía en realidad presagiar que un grado de crispación como el que nos embarga fuera capaz de impregnarlo todo hasta el punto de hacerse explícito no ya en cada palabra que se pronuncia, sino más bien incluso en el espacio metafísico que cada silencio explicita a la hora de no refrendar alfo por medio de la opinión que se supone ha de ser dicha, que se espera sea pronunciada.

Palabras, silencios, opiniones…Múltiples son los ejemplos a lo largo de la Historia llamados a demostrar hasta qué punto así han comenzado algunos de los destinados a ser los periplos más oscuros que el Hombre es capaz de recordar.
Y en todos ellos, la contradicción. Contradicciones en unos casos aparentes, como la que se da cuando según algunos no tiene sentido que, como en el caso de Dimitri Shostakóvich, un niño que lo tiene todo se muestre tan feliz por el triunfo del alzamiento contra el Zar. Contradicciones reales e indiscutibles, como las que se dan cuando en enero de 1936 la falta de aprobación de una obra, manifestada primero mediante la ausencia de aplauso, y reforzada después mediante la publicación de una crítica feroz en el Diario Pravda, puedan someter a un hombre a una presión que se traduzca en la consideración formal del suicidio como única vía.

Tiempos feroces son, sin duda, los destinados a contener la vida y obra de uno de los llamados a ser, sin duda, grandes protagonistas del pasado Siglo XX. No se trata en este caso de una frase hecha, no supone en absoluto, una exageración, pues si en sí misma la vida de Dimitri Shostakóvich se convierte en una pieza imprescindible si se desea comprender el espectro de desarrollo del ya superado siglo, su obra, o más concretamente lo que ésta significa dentro del desaforado caos en el que para entonces se ha tornado la cultura de la Rusia post-revolucionaria resulta inherentemente imprescindible. Con todas las connotaciones de aplicación posterior que resultan de obligado cumplimiento una vez llevamos a cabo las traslaciones destinadas a conmemorar el efecto por el que la cultura, y m muy especialmente la música, se erigen en el patrón más eficaz al emprender la inconmensurable labor de hacer comprensible al Hombre para el propio Hombre, máxime cuando las diferencias que el tiempo imprime entre ellos amenazan con elevar un muro tan alto, que hace imposible tal acción para cualquier otra disciplina.

Por eso, y sin el menor ánimo de infundir una tesitura que a cambio de aportar sosiego, compre éste a cambio de superficialidad; consideramos ya llegado el momento de expresar el argumento llamado a tornar en casi evidente la suerte de expresiones aparentemente incoherentes en las que parece, se ha tornado nuestra actual reflexión. “Stalin murió el 5 de marzo de 1953”.
Se trata, efectivamente, de un hecho. Constatable por su propia naturaleza, ajeno a la desazón que imprime el marco de lo opinable; no es sino la comprensión de tales lo que vuelve en apariencia absurda la necesidad de constatarlo, y más concretamente de hacerlo creyendo que con ello aportamos algo a nuestro aquí, y a nuestro ahora.
Sin embargo ha de bastar un instante de reflexión para comprender que la importancia del hecho alcanza un grado de premisa vital tal y como redunda del hecho por el cual no hay ni un solo escrito de importancia, ni una sola reflexión de importancia vital que estando referida de una u otra manera a iluminar la figura de Shostakóvich, no haga específica mención, en algunos casos incluso con caracteres resaltados, al hecho que en sí mismo se refrenda en la muerte del que fuera no ya figura insigne del proceso ruso, que sí más bien hombre imprescindible a la hora de tratar de explicar los avatares del Siglo XX.

Stalin no existe, existe la Revolución. De esta manera, no hay circunstancia ni persona capaz de relacionarse con Stalin si no es precisamente a través de los vínculos que esa persona o esa circunstancia generen en él.
Esperar de tales consideraciones un marco mínimamente científico esto es, un marco al cual referirse de manera más o menos monótona en tanto que predecible resulta del todo imposible toda vez que el elevado grado de subjetividad que implementa la situación torna en improductivo cualquier intento de generalización.

Será esa falta de generalización la que se traduzca en la imposibilidad de construir una forma de rigor a la cual atribuir una suerte de predicción destinada a estipular con un mínimo de precisión que será tenido por correcto, y qué por incorrecto, a la hora de desarrollar en este caso una obra musical que resulte si no capaz en lo concerniente a refrendar los deseos del oído revolucionario, si capaz de hacerlo a la ora de enfrentarse al que es oído de la Revolución.

Desde esta perspectiva, resulta no solo comprensible sino casi asumible como inevitable, el hecho por el cual la vida de nuestro protagonista se tornara manifiestamente en una pesadilla en la medida en la que su supervivencia como compositor iba inexorablemente ligada al efecto que cada una de sus obras causara en el oído del líder.
Es así pues fácilmente comprensible cómo el compositor pasaba, en cuestión de pocas decenas de meses, de ser idolatrado por el público (como ocurrió con su Primera Sinfonía, a la sazón su trabajo de fin de carrera en el Conservatorio de San Petersburgo), a ser denostado como muestra el hecho de que para poder estrenar su Cuarta hubieran de transcurrir la friolera de 30 años.

Y en medio de todo eso, un devenir con forma de huracán destinado a erigirse en contenedor de una genialidad sublime y pertinaz que se muestra en latigazos tales como el pasar de la composición de una Tercera Sinfonía grandilocuente, a ganar un concurso de lo que hoy llamaríamos Música Ligera organizado en la ciudad que en ese momento se llama Leningrado, con el propósito de tornar en seria ese estilo de música excesivamente popular que amenaza las estructuras musicales precedentes. Por cierto, se referían al Jazz.
Y Shostakóvich lo gana. Y no contento con eso lo hace con una composición formada por tres movimientos, el último de los cuales es, ¡agárrense!...¡un foxtrot.

Aunque si nos detenemos un segundo, la situación gana no solo en prestancia, sino más bien en elegancia pues quién mejor que el que se ha visto obligado a vivir en la permanente ambigüedad para sobrevivir, será ahora el más adecuado para canalizar los nuevos impulsos, los destinados a tornar en comprensibles para los nuevos ciudadanos el ímpetu de una nueva realidad que llama impetuosa a la puerta.

Por eso, la música de Shostakóvich se muestra como el mejor puente que podemos tender a la hora de comunicar Oriente con Occidente, o para ser más exactos, la naturalidad que trasciende toda la obra del compositor ruso (nótese que no hemos dicho soviético) se convierte en el catalizador imprescindible destinado a volver inteligible una relación que durante décadas había amenazado con manifestar ahora ya sí con tintes de inexorabilidad la tradicional separación que Rusia cultivó siempre, respecto del resto del mundo.

Pero la música de Shostakóvich es en ese sentido genial. Y lo es porque sin dejar de ser comprensible para Rusia, convierte a Rusia en comprensible para quien desde el resto del mundo tenga la valentía de tomarse unos minutos dedicándoselos a comprender a Rusia.

Acabamos pues, tal y como hemos empezado: Poniendo de manifiesto la falta de voluntad que hay para entenderse con el otro.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.